lunes, 30 de mayo de 2011

Historia 10: Volver del futuro

El martes pasado, a eso de las siete de la tarde recibí un mensaje de texto mientras terminaba de cerrar unas cosas en el trabajo. El número remitente era desconocido y el mensaje leía: “¿Mi amor, venís a cenar? Los chicos tienen hambre y ya se tienen que ir a dormir.”

Quedé atónito. Atónito es poco. Mi cerebro experimentó un principio de surmenage. Logré recomponerme rápidamente para comprender lo que estaba sucediendo. Claramente las dimensiones espacio temporales se habían cruzado. La que me mandaba el mensaje era mi esposa en el futuro preguntándome si llegaría a tiempo para cenar junto a mis futuros hijos. Quién hubiera dicho que a través de la telefonía móvil se produciría una interferencia dimensional de tal envergadura. Allá por los 2030´s, la mujer de mi vida que yo aún no conocía (¿o sí?) se quería comunicar con mi persona veinte años mayor, pero en vez el mensaje le llegó a mi persona del presente.

Luego del shock, me invadió una emoción sublime. Quería conocer a mis hijos. ¿O tal vez hijas? ¿Qué nombre les habríamos puesto? Y mi esposa que me dice mi amor, ¿Cómo sería ella? ¿Tendría los labios finitos como mi primera novia, o la voz de un ángel como siempre soñé?

Qué misterios profundos los de este mundo que tan poco conocemos. Qué vulnerables nos sentimos cuando las dimensiones se confunden y nos damos cuenta de que somos simples partículas en constante movimiento. Qué suerte la mía de haber sido protagonista de un hecho inédito, digno de objeto de estudio para el más genial de los físicos cuánticos, o quizá simplemente alguien había confundido el número del destinatario de su mensaje y sin querer cayó en mis manos. Jamás lo sabré.

lunes, 23 de mayo de 2011

Historia 9: Banda de sonido portátil

El sábado por la tarde hice mi ya litúrgico paseo por la plaza que linda mi barrio. A menudo no camino con mi reproductor de música prendido pero esta vez opté por hacerlo, tal vez porque un auto de colores fosforescentes se asomó a mi lado muy lentamente haciendo sonar el tema de moda en Panamá a decibeles desconocidos por el hombre del siglo XX; al mismo tiempo que un colectivo frenaba con chirridos enajenantes provocando por algunos microsegundos un surmenage en los transeúntes que pasaban. Y como a veces la ciudad nos ayuda a tomar decisiones, elegí una música que me brindara la sensación antípoda de lo vivido segundos atrás: La obra de Ennio Morricone interpretada por Yo-Yo Ma.

Si bien vale aclarar que con esta música cualquier circunstancia termina resultando movilizante y reveladora, la escena que describiré brevemente a continuación mereció dos pequeñas lágrimas de alegría salada que emanaron mis usualmente austeros ojos :

Un payaso bastante poco producido se sentaba en el banco de la plaza, solo, con un agujero injusto en la remera y haciendo un gesto de puchero que parecía pintado pero no lo era. Decía con sus ojos al suelo: “¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Cuál fue la primera decisión maldita que tomé para terminar vestido de payaso en un barrio tan lejano al mío?

En ese mismo instante una pequeña de unos cuatro años con pelos rojizos y un vestidito de color pastel se acercó al payaso. Lo investigó por unos segundos buscándole la mirada. Y cuando el payaso desganado escuchó ruidos, alzó la vista para encontrarse con la pequeña que le hizo una mueca con esa gracia que sólo la ingenuidad de haber vivido poco puede lograr. Y el payaso, que apenas unos instantes antes quería que lo tragara la tierra, sonrío consolado y dejó que la niña juegue con su flor marchita que pendía del ojal. Y justo en ese instante Ennio Morricone lanzaba al aire su melodía simple y melosa y Yo-Yo Ma hacía llorar al Cello. El mundo se había invertido por un segundo, una pequeña hacía justicia al hacer reír a un payaso y yo sospechaba seriamente si realmente no somos todos actores de reparto de una gran película italiana.

lunes, 16 de mayo de 2011

Historia 8: Extravío en el correo


Algunos días atrás hice una visita al correo para mandarle una postal a una amiga que está viviendo en la América del Norte. De haber nacido unos pocos años antes habría sido un visitante asiduo, pero como el hombre no es más que un producto de su época, el correo es para mí una simple atracción turística.

Ni bien entré saqué un número de esa especie de pistolita roja que me remonta inmediatamente a mi infancia cuando con mi mamá hacíamos el ritual tripartito cotidiano de la farmacia, la panadería y la verdulería, y ella me dejaba sacar el numerito para poder esperar nuestro turno con la ansiedad que se merecía.

Mientras esperaba, comencé a observar con detenimiento la situación. Obviamente yo era el único con la mirada tan alumbrada como la de un chico que ve por primera vez un avión volar. El resto de los personajes eran habitués: varios cadetes pagando facturas vencidas y señoras de generosas caderas que bajo ningún punto de vista se adentrarían en la promiscua aventura de la World Wide Web para comunicarse con sus familiares transatlánticos.

Como la fila avanzaba tan lentamente y ya había hecho un exhaustivo análisis e hipótesis de biografías de cada uno de los habitantes y visitantes del correo, comencé a mirar la escenografía del lugar. Entre tantos estímulos posibles hubo uno que me llamó particularmente la atención: justo al lado del cubículo donde uno dejaba su carta para enviar, colgaba un póster que por sus colores ya gastados y sus puntas arrugadas todo indicaba que estaba allí hacía un par de meses. En letras mayúsculas imprenta leía: “POR FAVOR AYÚDENOS A BUSCARLOS. SI CONOCE SU PARADERO COMUNÍQUESE CON NOSOTROS “, seguido por un teléfono gratuito y una docena de imágenes de personas desparecidas con sus respectivos nombres debajo de cada una. Había mayoritariamente ancianos seguramente seniles que se habían perdido deambulando por la ciudad; mujeres jóvenes de rasgos atractivos que me arriesgaría a decir eran víctimas de redes de prostitución, y casi completando la terna, con su sonrisa característica y esa extraña mirada silenciosa, me encontraba yo. Sí, yo.

No daba lugar a la confusión. Era una fotografía que me había tomado mi madre en el último viaje familiar a la costa, y para que no haya dudas al respecto allí estaba mi nombre y mi apellido, escritos con ortografía perfecta y una presencia envidiable.

¿Cuándo me había extraviado? ¿ En qué lugar? ¿Y quién me había denunciado?

Me puse a recapitular, como cuando uno pierde la billetera, dónde fue el último lugar en el que me había visto y con quién estaba. Qué estaba haciendo la última vez que me ví. Rebobiné los hechos y me preocupé al darme cuenta de que en realidad no había sucedido mucho en mi vida de los días pasados, y justo cuando pensaba que estaba llegando a un momento decisivo en mi recuento, la señora de atrás me suspira con voz de mucho transitar: “37, pibe, sos vos”.


lunes, 2 de mayo de 2011

Historia 7: Poesía y confesión


Este sábado, como todos los sábados, pasé con tiempo a visitar a mi librero amigo y preguntarle por las novedades editoriales. Me comentó que Murakami había lanzado su última novela que iba a dar que hablar y que sabía que a mi no me fascinaba la literatura mexicana, pero que no podía dejar de decirme que habían lanzando unos cuentos inéditos de Juan Rulfo que eran una clase magistral de un realismo mágico fundante. Lo escuché con atención para luego preguntarle por un poeta que me había cautivado la existencia en los últimos días.

-¿Esuchaste hablar de Jacques Prevert?-le pregunté con los ojos bien abiertos.

- Claro que sí, gran poeta francés. Su libro Paroles es mágnífico, lástima que no se consigue por ningún lado.

Para nada sorprendido por su erudición, saqué el mismísimo ejemplar de Paroles de mi morral porque se me vino a la mente un poema que había leído en el tren y me hacía acordar a él.

-Mirá, yo lo conseguí.- le dije orgulloso. - Hay un poema que quiero compartir con vos, y sería un gran honor para mí que lo leas con tu voz de locutor fumador.

Emilio, lejos de motivarse con la propuesta, se quedó mirándome fijo a los ojos, suspendido, como si buscara en el fondo de ellos alguna diplomática salida a la situación.

-Esteee...¿de que poema estamos hablando?- preguntó no sin antes corregir su voz con ahínco.

-El Organillo -le contesté entregándole el libro en la página indicada.

Emilio tomó el libro y volvió a corregir su voz. Hizo como que se quería sentar pero no había ninguna silla cerca. Entonces volvió a corregir su voz mientras ahora acariciaba su barba de librero y buscaba algo a su alrededor.

-Emilio, ¿estás bien?- me atreví a tomarlo del antebrazo e insistí -¿Emilio?

Emilio no respondió, sino que se quedó mirando fijo la página del libro. Sin aviso, producto de ese momento de quietud, una lágrima se asomó en su ojo derecho y comenzó a caer hasta toparse con su barba gris. Y mientras llevaba una mano a su mejilla para sacarse la lágrima dejó una frase en el aire sin preocuparse por las consecuencias que ello traería al mundo:

"No se leer, che. No se leer..."