lunes, 26 de noviembre de 2012

Historia 26: El arte de hacer tiempo.


Pasear por el barrio me sienta bien.  Más aún desde que dispongo de una bicicleta cuyo nombre es Anacleta y pareciera que anduviera sola y supiera por dónde ir, como Rocinante o Babieca en tiempos de otros tipos de armaduras.  Hace algunos meses el tiempo no me alcanzaba para extenderme en el paseo, hoy pareciera todo lo contrario. Me he vuelto un experto en el arte de "hacer tiempo".  Si entre dos compromisos hay un rato, allí estaré yo para disfrutarlo y exprimirlo hasta los últimos segundos que le queden al interludio.
Tanto es así que unas semanas atrás encontré una de las pocas relojerías que deben quedar en la ciudad. Ni celulares, ni bijou. Sólo relojes.  La especialidad como bandera.  Entré tímido y un señor de bigotes y poco pelo me recibió entusiasta desde el mostrador.   Sonaban en todo el local los tic tac a semifusas de distancia logrando una polirritmia propia de oriente y yo me atreví a preguntar más que por los relojes, por el tiempo.  
-¿Vos sabías que en los cientos de relojes que tengo acá ninguno coincide con el otro?- me respondió como quien comienza un monólogo.  - Son todas máquinas configuradas  milimétricamente por otras máquinas configuradas a su vez milimétricamente, sin embargo el segundo de cada uno es diferente al de otro.  Si esto pasa con estos dispositivos modernos, imaginate lo que significa el tiempo en cada uno de nosotros, cómo varía de un cuerpo a otro.-
Tantas tardes rodeado de relojes claramente le habían hecho al señor meditar sobre su profesión.  Así como los plomeros tienen sus teorías desarrolladas sobre el sistema cloacal de la ciudad y su inminente explosión apocalíptica, o algunos vidrieros perciben el alma con sólo mirar a través de los ojos, o los gasistas que se jactan de proteger a la ciudad entera como superhéroes anónimos; el relojero tenía su teoría sobre el tiempo y la subjetividad.  Debe haber notado mi interés profundo por la temática en el momento en el que me quedé perplejo con su respuesta y cerré los ojos para solamente escuchar la multiplicidad de versiones de tic tacs. Tic tac. Tac tic. Tac tic. Tic tac.
-¿Vos pensás que los relojeros hacemos relojes únicamente?- interrumpió mi momento en trance frente a los relojes.
-No, también los arreglan, ¿verdad?- hablé solamente por decir algo e intentar no distraerme de mi momento de intimidad.
-Me refiero a otra cosa, pibe. Vení- 
Como si hubiera esperado este momento hacía años, me hizo pasar del otro lado del mostrador, y más atrás aún al taller del fondo.  Para ingresar, debí atravesar una puerta sin puerta más que esas cintas de colores que caen, propias de las carnicerías y almacenes de barrio.  El taller se extendía hacia atrás como un gran galpón inesperado. Caminamos hasta llegar a una estructura del tamaño de un automóvil cubierta por una gran lona verde.  El señor quitó la lona para dejar ver una máquina ancestral.
-Vos no sabés que es esto, ¿no?
No dije nada.
-Los relojeros.  Los verdaderos relojeros, hacemos tiempo- me dijo luego de acercarse casi hasta mi oído para que nadie más que yo escuchara semejante secreto.  -¿Por qué te crees que hoy la gente no tiene más tiempo para hacer nada? Porque ya no quedan relojes que lo fabriquen, pibe.  Nos estamos quedando sin agua potable, sin oxígeno...¡ y sin tiempo!  Como estas máquinas, no quedan muchas en las grandes ciudades.  Cuando el último reloj se haya extinguido, se habrá ido el tiempo también.  Los teléfonos celulares no llevan tiempo como los antiguos relojes, son sólo una representación: juguetes.  
Le pregunté cómo funcionaba la máquina, pero me dijo que debía volver a atender porque se le estaba haciendo tarde.  Tapó la máquina nuevamente con la lona y cabizbajos volvimos al mostrador. Luego de su explicación algo cambió en él.  Imaginé que era la primera vez que ponía en palabras algo que hacía tiempo pensaba.  Parecía como si recién al decirlo tomó verdadera noción de la gravedad de la situación y de la impotencia que le generaba.
Cuando volvimos al local, un veinteañero esperaba en el mostrador e impaciente preguntó por un cargador de celular.  El hombre le respondió desganado que no vendían lo que pedía y el joven se fue no sin antes suspirar por la mala noticia.
Por mi parte, decidí comprar un reloj.  Elegí uno con agujas grandes.  Le estreché la mano y mirándolo a los ojos le dije "Gracias por tu tiempo".

miércoles, 17 de octubre de 2012

Historia 25: Singing in the Rain.

El último martes, el colectivo que me tomo todos los martes siguió de largo y no frenó en la parada como suele hacerlo.  Además llovía demasiado y me mojé hasta los calzones.  Entré al kiosco más cercano para secarme y pedirme un café caliente.  En el mostrador había un volante de una bruja que descubría vidas pasadas.  Vazyra era su nombre.  La llamé y fui. Me dijo que antaño había sido un bailarín  o tal vez Carlo Magno.  Le di un abrazo y me regaló un sahumerio.  Ya la lluvia había aminorado así que caminé hacia el norte pisando charcos.  En el más hondo frené y me quedé mirando mi rostro reflejado en el agua.  Era mucho más ovalado de lo que recordaba.  Bailé como Gene Kelly pero sin paraguas y con mucho menos gracia. Una chica hacía lo mismo que yo pero a pocos metros.  Me acerqué y bailamos juntos como si hubiéramos ensayado.  Se tropezó sobre mí. En realidad fui yo el que se paró frente a ella justo en el momento en el que daba un salto casi ornamental.  Se cayó y cuando la quise atajar nos caímos juntos al agua.  Tenía aliento a chicle de sandía.  La besé.  Me acarició la mejilla.  Nos fuimos a vivir juntos a un PH restaurado.  Me cortó las uñas y le hice té de hierbas.  Hoy es martes otra vez  y el cielo cruje nuevamente.  Quizá me quede en casa.  Los colectivos no son de fiar cuando llueve tanto.

miércoles, 6 de junio de 2012

Historia 24: Vagabundo por elección


Los vagabundos son seres especiales. Siempre me han llamado la atención. Son personas que trascienden la geografía ya que son marginados en el mismo corazón de las ciudades, allí donde todo sucede. Suelen ser personas capaces con pasados integrados que en algún momento las circunstancias comenzaron a llevarlos por caminos que jamás imaginaron. Médicos, hombres de familia, ávidos lectores cultivados que hoy viven sobre bolsas mirando al horizonte con una mano hacia afuera y el anhelo de que algún transeúnte les deje un cambio para poder comprar la comida del día.
Los vagabundos cumplen un rol simbólico sumamente distinto al de los individuos humildes que piden en la calle. La pobreza es un flagelo social y estructural. Resolverlo implica llevar a cabo complejos planes de políticas públicas. Los vagabundos en cambio seguirán allí independientemente de los contextos económicos y los gobiernos de turno. Los vagabundos viven en las calles para recordarnos a cada uno de los que caminamos todos los días la ciudad que cualquiera de nosotros puede caer en esa situación el día de mañana. Dicen que el hombre que vive en Santa Fe y Scalabrini era un abogado exitoso, yo también soy un abogado y ni siquiera soy exitoso. Dicen que la mujer de Agüero es madre de cinco hijos, yo voy por el tercero y a veces siento que no doy abasto.
Desde que volví de un largo viaje, podríamos decir que estoy convencionalmente desempleado. No tengo un horario fijo en el cual estar en una oficina. No tengo aguinaldo, jubilación ni dirección de mail laboral. Y por sobre todas las cosas no tengo un ingreso fijo asegurado a fin de mes. Algún trabajador independiente me dirá que él o ella estan en la misma situación y no se sienten desempleados. Les diré que claramente tienen razón, pero que yo a duras penas podría considerarme un trabajador freelance, ya que ni siquiera poseo un oficio definido o lo que solemos referirnos como “profesión”.
Por está razón es que mis caminatas por la ciudad se han tornado habituales, y mi relación con los vagabundos del barrio, más cercana. Tal es así que en más de una ocasión me senté a conversar con uno que vive a pocas cuadras de mi casa. Me senté a su lado y me dijo “sos bienvenido” mientras sonreía con sarcasmo. La conversación se dio naturalmente. Luego de hablar del frío y de la agresión de la gente en la calle le pregunté su nombre:
- Si te digo mi nombre, no me lo vas a creer - me dijo con seguridad.
- Vos decime tu nombre y después yo te digo si te creo o no.
- Yo soy Magoya. El mismísimo. El único.
Sabía que luego de enunciar su nombre seguía una explicación minuciosamente guionada, por lo que permanecí callado para darle lugar.
- Todo lo que la gente no quería hacer lo solía hacer yo. Cobraba platos rotos, escuchaba secretos que prefería olvidar, hacía trámites eternos y tantas otras cosas. Tuve una época de demasiado trabajo, haciéndome cargo de cosas que no me correspondían. La gente dejaba todo en mis manos y si yo no lo hacía no había nadie para hacerse cargo. Era una especie de súper héroe que nadie sabe de su existencia. Cada vez era más grande la demanda. La gente se percataba de que si ellos dejaban pendientes sin hacer, de algún modo se resolvían, y esa actitud comenzó a expandirse hasta volverse epidémica. Lo que ellos no sabían era que Magoya no podía hacerse cargo de absolutamente todo, y acá terminé, hermano, exhausto y sobrepasado.
- ¿Y hoy quién se ocupa?- le pregunté a Magoya totalmente inmerso en la conversación.

-Nadie, hermano. Hoy no se ocupa nadie. Por eso las cosas están como están.

Me quedé sentado al lado de Magoya, como esperando que alguien me dijera con certeza cuánta verdad había en sus palabras. Al cabo de algunos largos segundos me di cuenta que nadie me daría la respuesta. El hombre notó mi confusión y se acercó con tranquilidad de sabio. Pude oler ese aroma de días sin aseo que tan poco conocemos en la ciudad. Los autos pasaban tocando bocinas, ignorando el momento trascendental que acontecía frente a sus narices. Mientras colocaba su mano sobre mi hombro, el vagabundo me miró fijo a los ojos y me dijo: “Yo no sabía que era Magoya hasta que un día me di cuenta. Que no te pase lo mismo que a mí, hermano”
Ahí nomás comprendí algunas cosas. Ciertas cuestiones que resonaban hacía tiempo de golpe tomaron forma. Magoya escuchaba la AM con un ojo puesto en mí, conciente de las realizaciones que me sucedían y sonriéndose con orgullo. Me ofreció su último cigarrillo y se lo negué con la cabeza. Tomó una petaca de ron casi vacía y me ofreció eso. También la negué. El me miró consternado, como si rechazar un sorbo de alcohol fuera un sacrilegio.
- A veces es más difícil hacerse cargo de uno mismo que de los otros – le devolví mientras me paraba  y comenzaba a emprender la retirada.
Ahora fue Magoya el que inició su propia introspección. Lo saludé dándole fuerte la mano, pero él apenas registró el saludo. Permaneció con la mirada perdida, pensando intensamente en algo. En unos días volveré a pasar por la misma esquina. Espero no encontrarme con Magoya.





lunes, 7 de mayo de 2012

Historia 23: Tránsito lento


Hay una única diferencia entre el tránsito de Bombay y el de Buenos Aires. Ésta es una conceptual. Mientras que en oriente el claxon inagotable y el estancamiento de vehículos es asumido como una decisión unilateral de los dioses y por eso aceptada con admirable sumisión de enano de Santa Claus, en la Argentina freudiana se deposita toda la libido en la acción propia de insultar por la ventana del coche a la humanidad toda y desgraciada. El argentino existencialista, hijo de la modernidad, coagula sus arterias de estrés y acorta su ya efímera vida sin sentido, mientras que el indio aprovecha el momento para escuchar música y practicar los pasos del último hit de Bollywood. 
No suelo tomarme taxis, pero cuando volví a Buenos Aires las circunstancias me obligaron a hacerlo en contadas ocasiones. Había olvidado ese modo del taxista. El taxi como altar. El asiento delantero como púlpito y el trasero como atrio donde se debe escuchar con atención la palabra del Señor tachero. Un sermón tras otro sobre la condición humana y el destino trágico de los mortales. Axiomas sobre la historia, leyes naturales de la ciencia social, revelaciones de secretos de sumario y chusmeríos de la farándula de segundo rango. Cuando el tránsito se apodera del destino del taxista y su pasajero, el momento es propicio para desplegarlo todo: demostrar que su teoría sobre el colapso de la ciudad es irrebatible y aprovechar para descargar toda la bronca contra políticos pasados y presentes, suegras incompasivas cantantes melódicos que en paz descansan y otros automovilistas que poco tienen la culpa de estar varados gozando la misma suerte que el propio tachero.
Ya habían pasado tres cuartos de hora y apenas habíamos avanzado algunos metros. Jorge ya había hablado de Susana, Marcelo y Mario.  A Cristina la mencionaba cada vez que podía, como si cada tema del universo pudiera de alguna u otra manera relacionarse con ella; y de Hugo convidaba bocados esporádicos. Cuando hablaba me miraba por el espejo retrovisor asegurándose de que estuviera prestando atención. En medio de la sección de autoayuda, en la que las máximas sobre como llevar una vida plena comenzaban a tomar vuelo, las bocinas llegaron a su punto cúlmine. El hombre que manejaba el auto situado detrás nuestro, casualmente taxista, se había decidido por la táctica del último recurso: apoyar la palma de la mano en la bocina y no soltarla hasta que la situación cambie. De hecho, la táctica resultó efectiva ya que  la situación cambió. Los nervios de Jorge colmaron su paciencia. Comenzó a vociferar y de golpe se transformó en un “hulk” porteño. Pude ver con claridad sus venitas en la frente sobresalir ávidas por extirparse y conocer el mundo exterior. Su color no era exactamente verde, pero sin dudas no era normal la saliva que expelía al gritar ni el aroma de su nueva transpiración que se sumaba a la ya acumulada durante todo el día de trabajo. Jorge daba cátedra de insultos. Utilizaba sinécdoques, hipérboles y sinestesias. Variaba entonaciones y volúmenes, innovaba prosodias, e improvisaba sobre bases preestablecidas citando a los más destacados hombres de la palabra porteña. En un momento, el soliloquio se vio interrumpido repentinamente por un ruido que venía desde afuera del taxi.  Jorge abrió grandes los ojos y miró por la ventana como quien ha descubierto a su mujer con el profesor de tenis.  Efectivamente era el hombre del taxi de atrás que se había bajado para insultar de cerca. Jorge no pudo aguantarse la ansiedad y abrió su puerta con vehemencia. Ambos insultaban sin dejar espacio ni para el respiro. Ganaba el que lo hacía más fuerte, y perdía el que se quedaba sin frases por decir. De a poco comenzaron a acercarse el uno al otro, prediciendo un inminente choque de panzas cerveceras. Con la mano en alto y el dedo índice más alto aún ambos se acercaban en cámara lenta. Yo miraba desde mi asiento admirado por  los dos cuerpos que se atraían con una fuerza proporcional a sus masas.  Era realmente un espectáculo digno de verse. Podía notar como los autos de alrededor y los transeúntes curiosos que buscaban excusas para llegar tarde al trabajo se detenían para presenciar semejante acto. De un momento a otro Jorge estaba frente a frente con el taxista desconocido. Jorge era más grandote, pero el otro estaba tanto más entrenado físicamente. Seguramente el tiempo que no estaba sentado manejando lo pasaba sentado en la máquina de levantar pesas. Jorge sabía que de pelearse él saldría perdiendo inevitablemente y que de suceder, viviría una ignominia frente a toda la muchedumbre, que ya sumaba al menos un centenar.  Pero no era momento de pensar en eso. Su maestro taxista, hoy ya retirado, le había dicho una y otra vez que bajo ningún punto de vista puede un verdadero tachero comerse los mocos. Por esa razón no era una alternativa para Jorge dar un paso atrás a esta altura. Los insultos permanecían y los rostros se encontraban a una mínima distancia (sus auras ya casi que se tocaban).  El movimiento circular de sus sendos dedos índices tarde o temprano se encontraría en el aire, y de hecho, así sucedió. Justo en ese instante el otro taxista le tomó la mano a Jorge, pero Jorge respondió con una piña al aire que el otro supo esquivar con indicios de años de boxeo. Jorge sorprendido vio su fatal final en ese dribbling del oponente. No tenía la más mínima chance. Ante ese panorama, recordó una vez más a su maestro tachero: “Si la batalla está perdida sin siquiera haberla comenzado, cierra los ojos y mueve los brazos sin parar” Jorge lo hizo y al oponente no le quedó más remedio que darle esos abrazos confusos que dan los boxeadores y que siempre me han causado cierta ternura. De repente pasó lo inesperado. Lo más inesperado que pasó en mi vida. Entre la transpiración y el salivado de ambos, sus mejillas se rozaron. El hombre pequeño pero fornido reaccionó inmediatamente tomándole la cara a Jorge con seguridad y llevándola hacia su boca. Jorge al comienzo se resistió, pero enseguida pareció entender los beneficios del beso. Sus labios se encontraron mientras sus manos se envolvían. La audiencia que los rodeaba se alternaba entre la risa, el disgusto, y la incomprensión total. Sus lenguas jugaban entre ellas, como si hubieran cursado juntas el primario. Eran dos luchadores de sumo enamorados. La secuela nunca antes vista de Caín y Abel o de Rómulo y Remo. Parecían más que cuatro manos, era la diosa Kali destructora de la maldad. Lo que mis ojos veían realmente estaba sucediendo. Uno tras otro. Besos de novela de tres de la tarde. Manos que se escondían debajo de la camisa y aparecían por lugares imposibles. En un momento, Jorge tomó la mano de su flamante amante y comenzó a llevársela a su boca. Justo en ese instante las bocinas comenzaron a sonar nuevamente. De atrás gritaban para que avanzaran. El tránsito se había reactivado y el embotellamiento ya no tenía razón de ser. Jorge tomó conciencia de lo que había sucedido como si un rayo hubiera caído para despertarlo de un sueño profundo. Miró a su alrededor intentando reconstruir los hechos, pero al no poder hacerlo salió despedido hacia el auto como un pequeño niño que sabe que ha hecho algo que no debía. Se sentó, encendió el taxi no sin antes encontrar la frecuencia de Radio Diez y pasándose la mano por la boca para secarse la saliva, enunció: “Qué tipo más puto”.




domingo, 25 de marzo de 2012

Historia 22: El fuego que transporta y transforma

Nunca en mi vida he visto un lechero. Cuando chico, mi padre me contaba historias del lechero de su cuadra, por eso puedo imaginármelo pero, insisto, nunca he visto ninguno. Sin embargo, si el día de mañana alguno tocara mi puerta ofreciendo leche fresca, creo que lo reconocería sin dudarlo demasiado. Algo parecido sucede con una dimensión del pasado. Hay una parte del pasado que no la vivimos en carne propia pero que nos pertenece. A veces lo pensamos extinto, ajeno y sin embargo cuando el momento es el oportuno, lo reconocemos e identificamos como si siempre hubiera estado ahí.
Hay un pasado que no visito a menudo, pero que me pertenece tanto como los Lego o el licuado de naranja y durazno en la terraza de mi casa de infancia. Tal vez se deba a que el viaje resulta muy doloroso, o quizás en la distracción de lo cotidiano ese pasado parece lejano y poco accesible.

La historia que contaré ocurrió en Dharamkot, donde el frío por las noches puede llegar a ser insufrible, sobre todo cuando el cielo está cubierto y la nieve se hace presente para teñir de blanco los techos y balcones de las cabañas. Hacía pocos días que había llegado y sin embargo ya me sentía en casa. Alquilé un cuarto que por dentro parecía un depósito pero cuando abría la ventana por la mañana y las imponentes montañas se aparecían junto al sol, el depósito se transformaba en una suite presidencial. Como ya he mencionado, el problema eran las noches. Todos en el pueblo queríamos retrasar el difícil momento de enfrentar la oscuridad y el frío que penetraba los huesos, traspasando paredes, mantas, sombreros y abrigos de lana. La mejor manera de hacerlo que encontramos (algunos otros viajeros y yo) fue la de hacer una fogata no muy lejos de donde dormíamos. Cada noche, entonces, el punto de reunión era una llama improvisada que rodeábamos mesmerizados. Los participantes variaban. Si bien algunos formábamos parte del plantel fijo, cada noche algún viajero curioso veía el fuego desde lejos y con aires amistosos se acercaba a pasar el rato junto a nosotros (lo cierto es que una vez que el sol se iba, no había mucho entretenimiento en Dharamkot). Con tantas nacionalidades y edades las conversaciones resultaban de lo más eclécticas. En ese fuego expusieron melómanos, metafísicos, amantes, historiadores y hasta reposteros.
De todas las noches que pasé en Dharamkot, hubo una en particular de la que difícilmente me olvidaré. El día había sido agitado y por eso estábamos tranquilos contemplando el fuego. Eramos los de siempre, sin muchas ganas de hablar. Apenas alguno esbozaba una palabra simplemente para rellenar el espacio que dejaba tanto silencio, pero a la mayoría ese silencio no nos perturbaba. Estábamos bien así. Pero los equilibrios llevan en sí mismos el potencial de quebrarse, y cuando el detonante es un agente externo, la propensión aumenta exponencialmente.

Una mujer de unos treinta años se asomó al fuego, al igual que tantos otros lo habían hecho en las veladas anteriores. Era alta y rubia, y con una voz casi inexistente acompañada de un fuerte acento alemán preguntó si podía sumarse a la ronda.
-Claro que sí - esbozó alguno - Acércate con una manta. Hoy es una noche muy tranquila.
-Mejor así- respondió ella sentándose justo en frente mío, del otro lado de la ronda.
Cuando el viento soplaba fuerte, su rostro se me aparecía por entre las llamas que se movían inquietas. Ella, sin embargo, permanecía estática.
-¿Cómo te llamas?- preguntaron para integrarla.
-Ellena. Soy alemana - aclaró por si su acento no era evidencia suficiente.
-¿Dónde en Alemania?
-Monchengladbach, en el oeste.

-Mi abuela era de Monchengladbach- pensé para mis adentros mientras miraba el fuego.
Allí terminó la conversación introductoria. El fuego volvió a tomar el protagonismo y cada uno se sumergió en su intimidad por unos largos minutos. Solamente se escuchaban las toses que provocaba el frío seco y algún perro asustado que ladraba para ahuyentar quién sabe qué amenaza.

-Mi abuela era de Monchengladbach- dije ahora en voz alta no sin esfuerzo (nunca había proferido el nombre del pueblo de mi abuela, solamente lo había sentido nombrar en encuentros familiares)

-¡Qué casualidad! ¿Y tu eres alemán?- me preguntó esquivando las llamas que no la dejaban verme.
-Soy argentino, pero mis abuelos eran alemanes.

Parecía que Ellena iba a preguntarme otra cosa, su cuerpo al menos así lo indicaba, pero dirigió
su mirada al suelo y allí permaneció. Yo hice lo mismo.

No hizo falta aclararle que mis abuelos habían escapado de la guerra perseguidos por el Nazismo y que yo era argentino, como bien podría ser norteamericano, israelí o australiano. No hizo falta contarle que mis abuelos habían logrado emigrar pero que sus hermanos y amigos no, y que por eso mi familia es tan pequeña. No hizo falta, tampoco, ni intentar explicarle la confusión que se me aparecía con sólo pensar en Alemania, aquel país que vió nacer tantas generaciones de mi familia, que les supo dar hogar y un idioma y que luego los echó injustamente borrándoles su pasado y su identidad.
Ellena no quitaba su vista del suelo, no se animaba. Monchengladbach a mitad del siglo pasado era un pueblo pequeño. No podía evitar pensar que quizá su abuela jugaba a las escondidas con mi abuela. No podía evitar imaginarse a su propia abuela denunciando a sus compañeras de escuela motivada por el miedo o incluso por alguna convicción pasajera y apasionada. No podía evitar pensar que si no hubiera habido guerra, ella y yo podríamos habernos críado juntos e incluso ser amantes hoy día. Pobre Ellena, no podía evitar sentir más que culpa. Una culpa heredada y latente igual que mi pasado.
Pero tampoco pudo evitar levantar la mirada para encontrarse con la mía. El fuego ahora era más pequeño porque la leña se había acabado y ya podíamos vernos los rostros con toda la nitidez que la claridad de la noche permitía. Yo ya estaba preparado para lo que sucedería. Mantuve mi mirada firme y comprensiva. Ella en seguida entendió el mensaje y levemente relajó las cejas que la atormentaban. Ellena me pidió perdón en nombre de un pueblo y una generación. Yo la perdoné en nombre de mis abuelos y de tantos otros que no pudieron serlo. Ella dejó caer unas lágrimas y yo solamente pude sonreír al ver como la noche extinguía un fuego que ya había cumplido su propósito.

viernes, 24 de febrero de 2012

Historia 21: No se culpe al mensajero


A veces uno camina por las calles del Rajastán y si mira a la izquierda o a la derecha apenas puede distinguir la diferencia entre un local de telas y otro. Ellos lo saben bien y es por eso que deben acudir a técnicas heterodoxas para cautivar al potencial cliente.
-¡Cómprele telas a su novia!- desde una vereda me gritaron.
-¡No tengo!- respondí en el mismo tono.
-¡Cómprele telas a su madre! - se animaron desde la vereda de en frente.
-¡Ya le compré a mi madre!
Notaron desde ambos bandos que tenían frente a ellos a un turista austero. Su vasta experiencia y mis atuendos de escasos quilates así lo confirmaban.
-¡Internet por 30 rupias!- insistió el primero, cambiando de rubro rotundamente.
-¡Yo le ofrezco internet gratis y le invito un chai!- se entregó el de la vereda de la competencia.
En medio de las carcajadas el último me convenció y pasé a su local para comprar un pasaje de tren por internet y compartir un momento de relajo.
El local era muy pequeño . Yo buscaba en la computadora futuros destinos para mis relatos mientras el dueño se paraba detrás mío y me preguntaba por mi país, por mis mujeres y por mis hábitos en las adicciones.
En medio de nuestra agradable conversación, un muchacho de mi edad, con el pelo húmedo, una sonrisa reluciente y una campera que parecía diseñada especialmente a su medida, entró precipitado al local. Era una especie de pequeño galán indio, con ese caminar coreográfico que solo agracia a los galanes. Llevaba un papel blanco en una mano y lo tomaba con tanta fuerza que el pobre estaba arrugado, como esas tías intensas que de tanto abrazar a sus sobrinitos les provocan dolores de estómago y pesadillas de trasnoche.
-¿Usted habla italiano?- me preguntó el muchacho en un inglés avanzado y con la respiración alterada.
-No, pero hablo español que es muy parecido. ¿Te puedo ayudar en algo?- respondí.
Su nombre era Prem y el papel blanco era una carta de una mujer italiana que lo había enamorado hacía un par de semanas con sus ademanes europeos y un lenguaje corporal que sustituía un inglés cavernícola.
Leí la carta en voz baja. Lo que no entendía lo traducía con el traductor de internet. Las noticias para Prem lamentablemente no eran buenas y por esas cuestiones del destino era yo el encargado de transmitírselas.
Para retrasar la desgracia comencé a traducir los párrafos más románticos.
-Con tu sonrisa has hecho de mi viaje el mejor de mi vida- le dije a Prem como si yo fuera Paola, la italiana. -Tus ojos son bellos y transparentes, tienen la luz para iluminar a un universo entero.
Prem me miraba enamorado como si yo fuera la mismísima morena de ojos claros, dueña de su corazón vulnerable.
Al ver su cara de cachorro inocente se me cruzó por la cabeza (por un segundo nada más) no mencionar la mala noticia, pero eso hubiese sido cobarde de mi parte.
Tomé coraje entonces y con firmeza traduje:
- Prem, si bien tu corazón ha sabido ganarse un lugar en el mío, mi corazón pertenece a mi casa en Italia donde está mi futuro y mi familia.
El rostro nubífero de Prem se convirtió rápidamente en uno de profunda decepción. Todos hemos pasado alguna vez por esos momentos en los cuales unas breves palabras del interlocutor llevan en sí nuestro futuro entero. Cuando notamos que las palabras no son lo que deseábamos, nuestro mundo se desploma. Las palabras se llevan consigo nuestros sueños y fantasías que tan posibles eran unos segundos atrás. Eso mismo le ocurrió a Prem en ese instante y era yo injustamente el receptor de su mirada de congoja y desconsuelo.
- Nunca olvidaré tu sonrisa afectuosa y el modo caballero con el que me trataste. No cambies nunca, mi querido Prem. Adiós. Paola.
Prem dirigió su mirada al suelo. El silencio se apoderó del local, el mismo local donde minutos antes nos habíamos reído y brindado por un mundo plagado de bellas mujeres.
Prem tomó el papel blanco de mi mano sin levantar aún la mirada. El dueño del local le dijo algo en hindi y entonces alzó los ojos y me agradeció por la traducción.
Le di una palmada en el hombro y le dije que no se preocupara, que habría tantas mas Paolas en su vida.
Prem se quedó mirando la carta y de un segundo a otro noté como comenzaba a recobrar las energías perdidas. Pude ver como sus ojos volvían lentamente a brillar orgullosos.
-¿Dónde dice que mis ojos iluminan el universo?- preguntó mientras volvía a abrir la carta y recuperaba el rubor.
Le señalé la oración y la marcó con el dedo mientras retomaba su sonrisa de galán con la que había llegado. Se acomodó el cuello de la campera y salió corriendo por la puerta del local cantando una alegre canción en hindi.
Yo permanecí sentado frente a la computadora reflexionando sobre lo que había sucedido. Somos maestros de nuestros propios pensamientos y sentimientos. Tenemos la capacidad de elegir con cuáles nos quedamos y cuáles desechamos, pero la mayoría de las veces nos aferramos a los equivocados y dejamos ir a los que necesitamos, como cuando en el recreo de la escuela tirábamos distraídos el caramelo y nos quedábamos con el envoltorio en la mano.
Terminé mi chai y saludé afectuosamente al dueño del local que ya se había rendido y no insistió en venderme nada. Supe ver en el sentido saludo su comprensión del trascendental momento que los tres habíamos vivido entre tantas telas y alfombras colgantes. Me dijo que me cuidara y mientras me deseaba un feliz viaje, me regaló un caramelo de mango y chocolate.

sábado, 4 de febrero de 2012

Historia 20: India políglota

-Que no he parado de mear desde que me he levantado.
-Tu sabes que estoy igual, pero lo mío viene acompañado de lo otro, tía. Que no puedo estar más de 20 minutos lejos del baño.
-Pero que impredecible este lugar! Que cada día te amaneces con algo nuevo!
-Yo creo que es la energía que revuelve los intestinos. Hace una semana estaba vomitando como El Exorcista y ahora no se si me ha llegado la regla o qué, pero me duele el coño como cuando follo sin descanso; y eso que no toco una desde hace dos meses.
-Pero tía, qué ganas de follar! Que ni me lo había pensado! Con tanta mierda alrededor uno ni piensa en eso.
-Habla por ti! Yo cada vez que puedo, cuando no hay nadie cerca, ni el Buda ni nadie, me acuerdo de la polla del Emilio.
-Pero que desgraciada eres, Consuelo!

Terminé mi taza de té con leche y corregí mi voz . Me paré improvisando una solemnidad que nunca tuve, y dejando atrás mi apariencia alemana, enuncie con complicidad: "Buen provecho, señoritas. Que tengan un lindo día"

lunes, 23 de enero de 2012

Historia 19: El viejo Savio

Al llegar a la aldea de Nala en las afueras de Katmandu, solamente se hizo presente un anciano con ropajes tradicionales nepalíes y una sonrisa de algunos dientes en peligro de extinción.
Le pregunté como se llamaba. Nada. Le pregunté si sabía dónde podía comer algo. Niente. Visto que no ofrecía respuesta alguna osé preguntarle cuál era el sentido de la vida. El viejo miró para otro lado. Ahí nomás recordé a aquel jugador brasileño que tantos dolores de cabeza nos causó y tan bien trataba a la pelota. Qué será del viejo Savio?

martes, 17 de enero de 2012

Historia 18: El petróleo mueve a Edmundo

Apretado como una sardina en un pequeño trolebús nepalí me encontré con una interminable fila de motos y autos esperando para cargar combustible de un solo expendedor. Cuadras y cuadras de viajeros y viajantes practicando el arte de la paciencia. Para mis adentros no pude evitar recordar al polémico jugador brasileño de fútbol, ese que ostentaba riquezas y compraba cuanto lujoso automóvil se le cruzara camino al sambódromo; y pensé... el petróleo mueve a Edmundo.

domingo, 8 de enero de 2012

Historia 17: Y si la vida ES un juego?

(Sepan disculpar la falta de tildes y demases por estar escribiendo desde un teclado nepali)

El tranporte en Katmandu es realmente un caso de studio ejemplar. Las grandes ciudades del mundo deberian visitarla para nutrirse de sus ensenianzas. Las opciones son innumerables: los Rickshaws son bicicletas con un asiento detras para dos personas, los Motorickshaws se explican por si mismos. Los tampus son motonetitas que llevan un carrito detras para 15 personas. La Autovan es una traffic tradicional, al Microbus y el Taxi ya los conocemos. El pasajero puede elegir el que quiera dependiendo de las distancias y los presupuestos. Todos ellos conviven en una misma ciudad con calles sin manos ni semaforos. La bocina es un commodity, la usa desde la bicicleta mas antigua hasta la camioneta mas potente, y la usan en todo momento como si fuera necesario hacerla sonar para que el vehiculo avance.

Pasados algunos dias en la ciudad, decidi tomarme un descanso de los claxon y realizar un recorrido por decenas de aldeas en el valle de Katmandu, visitando agricultores y caminando hasta que las rodillas pidan a gritos un cambio. Pero esta es otra historia, estabamos hablando del transporte. Una vez que llegue al ultimo pueblito del mapa, debia regresar a la ciudad, pero no iba a caminar nuevamente por tres dias asi que decidi tomarme el colectivo local que me devolveria a la urbe.
Mientras esperaba el bus, cansado y aburrido, una pequenia nepali de unos ocho anios casi disfrazada con botas de cowboy y una gorra con orejas de vaca se me acerco y me pregunto mi nombre para comenzar una conversacion con esa gracia que los adultos nos olvidamos en algun tobogan de plaza y nunca recuperamos. Charlamos un rato hasta que llego el colectivo y ella corrio con su tio (ella lo llamaba “small father”) para subirse junto a el.
El micro estaba colmado con gente en el pasillo que llevaba cajas, bolsas, valijas, un par de gallinas y con pasajeros osados que iban en el techo. Logre apretujarme entre todos para terminar justo a una persona de distancia de mi amiga con sombrero de vaca. El micro comenzo a bajar por el camino de montania tocando bocina por si alguien venia del lado contrario. El camino era muy angosto y el micro iba demasiado rapido. Cada tanto frenaba de golpe y la gente se quejaba y gritaba. Fue la primera vez desde que deje mi casa que tuve miedo.
Mientras me dedicaba a tener pensamientos horribles sobre mi persona y el precipicio que me rodeaba escuche una vocecita que me llamaba. Por entre las piernas de su tio mi amiguita me gritaba a carcajadas: “This is fun!” a la vez que el micro frenaba y todos juntos nos desplazabamos hacia un lado cual pogo de banda de rock. Y si,no me quedaba otra. Le devolvi la risa a mi ya vieja amiga y nos pasamos el resto del viaje haciendonos caras graciosas entre la gente y jugando a que estabamos en una montania rusa.
Llegamos asi a la ciudad sanos y salvos, y apurados por el resto de los pasajeros que llegaban tarde vaya uno a saber donde, nos saludamos a la distancia. Ella volveria a jugar a que era una autentica Cowgirl y yo a que era un viajero intergalactico en busca de nuevas aventuras.