domingo, 25 de marzo de 2012

Historia 22: El fuego que transporta y transforma

Nunca en mi vida he visto un lechero. Cuando chico, mi padre me contaba historias del lechero de su cuadra, por eso puedo imaginármelo pero, insisto, nunca he visto ninguno. Sin embargo, si el día de mañana alguno tocara mi puerta ofreciendo leche fresca, creo que lo reconocería sin dudarlo demasiado. Algo parecido sucede con una dimensión del pasado. Hay una parte del pasado que no la vivimos en carne propia pero que nos pertenece. A veces lo pensamos extinto, ajeno y sin embargo cuando el momento es el oportuno, lo reconocemos e identificamos como si siempre hubiera estado ahí.
Hay un pasado que no visito a menudo, pero que me pertenece tanto como los Lego o el licuado de naranja y durazno en la terraza de mi casa de infancia. Tal vez se deba a que el viaje resulta muy doloroso, o quizás en la distracción de lo cotidiano ese pasado parece lejano y poco accesible.

La historia que contaré ocurrió en Dharamkot, donde el frío por las noches puede llegar a ser insufrible, sobre todo cuando el cielo está cubierto y la nieve se hace presente para teñir de blanco los techos y balcones de las cabañas. Hacía pocos días que había llegado y sin embargo ya me sentía en casa. Alquilé un cuarto que por dentro parecía un depósito pero cuando abría la ventana por la mañana y las imponentes montañas se aparecían junto al sol, el depósito se transformaba en una suite presidencial. Como ya he mencionado, el problema eran las noches. Todos en el pueblo queríamos retrasar el difícil momento de enfrentar la oscuridad y el frío que penetraba los huesos, traspasando paredes, mantas, sombreros y abrigos de lana. La mejor manera de hacerlo que encontramos (algunos otros viajeros y yo) fue la de hacer una fogata no muy lejos de donde dormíamos. Cada noche, entonces, el punto de reunión era una llama improvisada que rodeábamos mesmerizados. Los participantes variaban. Si bien algunos formábamos parte del plantel fijo, cada noche algún viajero curioso veía el fuego desde lejos y con aires amistosos se acercaba a pasar el rato junto a nosotros (lo cierto es que una vez que el sol se iba, no había mucho entretenimiento en Dharamkot). Con tantas nacionalidades y edades las conversaciones resultaban de lo más eclécticas. En ese fuego expusieron melómanos, metafísicos, amantes, historiadores y hasta reposteros.
De todas las noches que pasé en Dharamkot, hubo una en particular de la que difícilmente me olvidaré. El día había sido agitado y por eso estábamos tranquilos contemplando el fuego. Eramos los de siempre, sin muchas ganas de hablar. Apenas alguno esbozaba una palabra simplemente para rellenar el espacio que dejaba tanto silencio, pero a la mayoría ese silencio no nos perturbaba. Estábamos bien así. Pero los equilibrios llevan en sí mismos el potencial de quebrarse, y cuando el detonante es un agente externo, la propensión aumenta exponencialmente.

Una mujer de unos treinta años se asomó al fuego, al igual que tantos otros lo habían hecho en las veladas anteriores. Era alta y rubia, y con una voz casi inexistente acompañada de un fuerte acento alemán preguntó si podía sumarse a la ronda.
-Claro que sí - esbozó alguno - Acércate con una manta. Hoy es una noche muy tranquila.
-Mejor así- respondió ella sentándose justo en frente mío, del otro lado de la ronda.
Cuando el viento soplaba fuerte, su rostro se me aparecía por entre las llamas que se movían inquietas. Ella, sin embargo, permanecía estática.
-¿Cómo te llamas?- preguntaron para integrarla.
-Ellena. Soy alemana - aclaró por si su acento no era evidencia suficiente.
-¿Dónde en Alemania?
-Monchengladbach, en el oeste.

-Mi abuela era de Monchengladbach- pensé para mis adentros mientras miraba el fuego.
Allí terminó la conversación introductoria. El fuego volvió a tomar el protagonismo y cada uno se sumergió en su intimidad por unos largos minutos. Solamente se escuchaban las toses que provocaba el frío seco y algún perro asustado que ladraba para ahuyentar quién sabe qué amenaza.

-Mi abuela era de Monchengladbach- dije ahora en voz alta no sin esfuerzo (nunca había proferido el nombre del pueblo de mi abuela, solamente lo había sentido nombrar en encuentros familiares)

-¡Qué casualidad! ¿Y tu eres alemán?- me preguntó esquivando las llamas que no la dejaban verme.
-Soy argentino, pero mis abuelos eran alemanes.

Parecía que Ellena iba a preguntarme otra cosa, su cuerpo al menos así lo indicaba, pero dirigió
su mirada al suelo y allí permaneció. Yo hice lo mismo.

No hizo falta aclararle que mis abuelos habían escapado de la guerra perseguidos por el Nazismo y que yo era argentino, como bien podría ser norteamericano, israelí o australiano. No hizo falta contarle que mis abuelos habían logrado emigrar pero que sus hermanos y amigos no, y que por eso mi familia es tan pequeña. No hizo falta, tampoco, ni intentar explicarle la confusión que se me aparecía con sólo pensar en Alemania, aquel país que vió nacer tantas generaciones de mi familia, que les supo dar hogar y un idioma y que luego los echó injustamente borrándoles su pasado y su identidad.
Ellena no quitaba su vista del suelo, no se animaba. Monchengladbach a mitad del siglo pasado era un pueblo pequeño. No podía evitar pensar que quizá su abuela jugaba a las escondidas con mi abuela. No podía evitar imaginarse a su propia abuela denunciando a sus compañeras de escuela motivada por el miedo o incluso por alguna convicción pasajera y apasionada. No podía evitar pensar que si no hubiera habido guerra, ella y yo podríamos habernos críado juntos e incluso ser amantes hoy día. Pobre Ellena, no podía evitar sentir más que culpa. Una culpa heredada y latente igual que mi pasado.
Pero tampoco pudo evitar levantar la mirada para encontrarse con la mía. El fuego ahora era más pequeño porque la leña se había acabado y ya podíamos vernos los rostros con toda la nitidez que la claridad de la noche permitía. Yo ya estaba preparado para lo que sucedería. Mantuve mi mirada firme y comprensiva. Ella en seguida entendió el mensaje y levemente relajó las cejas que la atormentaban. Ellena me pidió perdón en nombre de un pueblo y una generación. Yo la perdoné en nombre de mis abuelos y de tantos otros que no pudieron serlo. Ella dejó caer unas lágrimas y yo solamente pude sonreír al ver como la noche extinguía un fuego que ya había cumplido su propósito.