jueves, 13 de junio de 2013

Historia 30: Espantapájaros



Hace unos días perseguí a una desconocida hasta su habitación. Se bajó en Bulnes y aunque yo debía bajarme tres estaciones más adelante, me bajé con ella. Caminó por Santa Fe y paró por un momento en un kiosco a comprar chicles. Yo aproveché para comprar un paquete de preservativos. Continuó su camino por la avenida y yo la seguía unos metros atrás. Entró al supermercado para llevarse un queso gruyere y una baguette recién horneada. En la góndola de al lado yo elegía el vino tinto de mejor relación precio-calidad. Cuando abrió la billetera para sacar el dinero y pagar dejó caer unas monedas al piso. Me agaché para buscarlas y alcanzárselas. Ella me agradeció con un gesto y pagó.


Continuó su caminata hasta la peluquería. Allí ciertamente yo no tenía mucho que hacer. Me senté a esperarla afuera mientras a ella le alisaban su cabello castaño. Por suerte no había muchas mujeres en la fila. Cuando salió casi no la reconozco, hasta que comenzó a caminar y recordé ese andar que ya bien la distinguía de todas las mujeres del mundo. Me animé a seguirla más de cerca y cuando enfiló hacia la librería me apuré para ser yo quien le abriera la puerta y la dejara pasar. Volvió a agradecerme con un gesto. Se paró frente a la sección de poesía. Para disimular hice lo mismo pero en la sección de al lado: horticultura. Ella tomó un libro de Girondo y yo hice lo mismo con uno de zanahorias. Me fasciné al ver tantas variedades de zanahorias. Las hay de Frantes, de Nangro y de Amstel. Las hay cortas, semi-largas y largas; normales e híbridas. Se sonrió al ojear el libro. Debe haber sido por aquel poema de los espantapájaros. Cerró el libro como quien ha decidido comprarlo. Me paré detrás de ella en la cola para pagar. La cajera me miró con sospecha al ver que mi artículo de compra poco coincidía con mi perfil de cliente, pero yo creí contarle mi plan con la mirada -siempre me he considerado un adusto ejecutor y receptor de miradas-. Se sonrió con complicidad y rápidamente intercambió las bolsas de los libros. 


Cada uno con su bolsa continuó su viaje. Yo tenía en la mía a Girondo de rehén. Ella podía ser especialista en horticultura a la brevedad. Santa Fe era ya una excusa. Comenzaba a caer el sol y a refrescar. Aceleró su ritmo y yo debí hacer lo mismo. Dobló en Salguero y se detuvo frente a la entrada de un edificio para buscar las llaves. Me hice el distraído y ni bien abrió la puerta y pasó, impedí que se cerrara e ingresé al edificio detrás de ella. En el ascensor éramos los dos solos, cada uno con una bolsa de supermercado y otra de la librería. Ella tenía sus rizos alisados y yo apenas tenía cabello. El ascensor se detuvo en el 6 "B". Hice tiempo mientras abría la puerta de su casa y ya experto, disparé detrás de ella y entré.


Se dirigió directo hacia el baño y prendió la ducha. Yo corté el pan y el queso gruyere luego de tomar una copa de vino. Debe haber estado cansada porque ni bien salió de la ducha se metió en su habitación y apagó la luz. Me saqué los zapatos y en puntas de pie entré y me metí en la cama con ella que casi dormía. 


Por la mañana, sin moverse de la cama se estiró para tomar el libro que había comprado pero se sorprendió al ver una zanahoria en la tapa. Para ese entonces yo ya había abierto a Girondo en la página 223 y leía en voz alta: "Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias".