Había tenido un
día demasiado atareado. Los trámites con
el gobierno me hacían sentir en el bureau soviético. Las estatales indicaban dónde
debía firmar sin mirarme a los ojos, sólo al papel. Resaltaban lo que faltaba y ni un poco
celebraban lo que había logrado juntar. Decían que cuando tuviera todo volviera
y no antes, y que a partir del mes entrante solo atenderían por turnos. Me daban ganas de tirar todos los formularios
por la alcantarilla. De hecho, cuando
salí del edificio me acerqué a la bocacalle más cercana para buscar un tacho de
basura. Algo me llamó del suelo. Era la voz de un hombre.
-¡Ey! ¿Estás harto,
no?
No sabía de
dónde venía. Resultaba difícil
con tanto ruido de motoneta y freno de colectivo.
-Acá abajo-
insistían desde algún lugar.
Seguí buscando,
intentando detectar la voz que me llamaba. Yo buscaba a una persona pero tardé
unos largos segundos en darme cuenta de que la voz provenía de la alcantarilla. Me agaché hacia adelante movido por pura curiosidad, a la espera
de poder escuchar con mayor atención.
Fue ahí cuando sentí una mano tomarme el cuello y tirarme hacia adentro.
La ciudad ni se
dio cuenta.
Los transeúntes
y las bocinas continuaron como si nada.
Uno de ellos
había desaparecido súbitamente y nadie podía tomarse el riesgo de preocuparse.
Recuerdo que caí
como por un túnel. Fueron varios metros. Aterricé en un suelo de paja, y la
misma voz que me había llamado en la superficie volvió a decir: “¿Estás harto,
no?”
-Sí- le dije. –
No puedo más.
-Quedate acá un
rato entonces. Tomate un descanso- me contestó el buen hombre que era calvo
pero tenía la barba tupida y una camisa a rayas. – Acá nadie te apura.
Me acomodé entre la paja y dormité unos minutos. Cuando abrí los ojos, una mujer hermosa con un rostro familiar me estaba mirando mientras sonreía.
-¿Dónde estoy?-
pregunté.
La mujer se paró
y me estrechó la mano: “Vení”
Le tomé la mano
y la seguí. Me costaba mantener el ritmo.
Para ella era normal lo que sucedía pero para mí ciertamente no lo era. Estaba en las cloacas de Buenos Aires. Se
escuchaba el subte a corta distancia y los motores de los colectivos como
murmullos lejanos. Estaba en las cloacas de Buenos Aires, pero no tenían nada
que ver con lo que me imaginaba. Eran más limpias que la superficie. Las
paredes estaban pintadas de patrones geométricos con colores pasteles, y había
personas transitando los distintos túneles.
Una música apareció en la lejanía y frené sin darme cuenta. La mujer se dio vuelta, me sonrió y comenzó a
caminar más de prisa. Casi al trote iba yo detrás de ella. Tenía el pelo largo y lacio como si lo
hubiera peinado por años. La música cada vez se escuchaba más cercana y familiar.
Había violines y violoncelos, y unos timbales que anunciaban algo grandioso.
Ya casi
corríamos. Hasta que de repente. Un anfiteatro con una orquesta sinfónica. Venus
de Gustav Holst consumiendo el ambiente. No hay mejor acústica que las cloacas.
-¿Me vas a decir
dónde estoy?- le pregunté a la mujer.
-Sentémonos acá-
me respondió mientras separaba un manojo de paja y se acomodaba sobre él.
Nos sentamos uno
al lado del otro. Cuando comenzó el movimiento de Júpiter, como si hubiera sabido
lo que venía, apoyó su cabeza sobre mi hombro.
Ni bien sentí su aroma recordé quién era. La secretaria del gerente del banco. Me había
recibido unos días atrás en la oficina diciéndome que el gerente no había
podido llegar a la reunión y que volviera la otra semana. Yo la había mirado con cara de resignación y
dando media vuelta me había metido nuevamente en el ascensor. Ahora estaba sentado junto a ella escuchando
los planetas de Holst debajo de una ciudad colmada. Su pelo olía a manzanilla, no me quedó otra
que acariciarlo.
-Bienvenido- me
dijo cuando la música terminó.
-¿Pero entonces
qué es este lugar?- pregunté con ansiedad.
-Acá venimos a parar los sensibles. Los que estamos conectados con el zonco, el corazón. Nos rehusamos a resignarnos. Cuando no estamos trabajando bajamos acá a darnos fuerzas, a mirarnos a los ojos y a decirnos “Estoy acá para vos” o " No tenés por qué ser lo que ellos ven”. Así podemos soportar la ciudad, no hay otra manera sino.
Abrí la boca
para hacerle la primera de miles de preguntas pero la orquesta arrancó con Saturno y no me quedó otra que posponer
tantas dudas.
Danubia. Luego me diría
que ese era su nombre. Tomó mi rostro con sus manos largas y acariciando mi pelo, apoyó mi cabeza en su regazo. Yo dejé caer mis párpados para dormirme como
hacía rato no me lo permitía.