lunes, 18 de noviembre de 2013

Historia 33 : La edad del cielo


Por primera vez desde que vivo en la ciudad, me despertaron los pájaros cantando y no las bocinas de los autos y colectivos.  No pude más que salir de la cama con una sonrisa.  Debí haber dormido más profundo de lo habitual porque las piernas me hicieron crack y tenía en mis ojos unas lagañas añejas que hacían que mis párpados no se despegaran fácilmente.  Los pájaros habían sido apenas puntuales: ya era hora de irme a trabajar y no había tiempo de ducha ni de desayuno. 

Por suerte el colectivo llegó justo cuando me asomé en la esquina.  Tuve que acelerar el paso para alcanzarlo.  Había una fila de cinco personas esperando subirse, pero al verme tan exhausto por correr me querían dejar pasar primero.  Insistí en esperar a que ellos subieran primero mientras yo recuperaba el aire.
Una vez comprado el boleto,  levanté la vista para darme cuenta de que todos los asientos estaban ocupados.  Una señora se levantó del suyo y me dijo “siéntese”.  Yo le respondí indignado “¡de ninguna manera!” y me quedé parado en la ventana viendo a los pasajeros de los otros colectivos viajando al lado del nuestro.  Eran otros colectivos que llevaban gente demasiado parecida a la gente que llevaba el nuestro.  Cuando volví a mirar hacia adentro noté la presencia de una chica sensual que escuchaba música y movía la cabeza con los ojos cerrados gozando de la sonoridad.  Un poco me enamoré de su cuerpo que bailaba sin moverse mucho: lo justo y necesario para seducir solamente al que se atrevía a mirarla con detenimiento. 

    Jugué a adivinar la música que escuchaba.  Por como movía las manos, tal vez era alguna canción de tiempos raros de Brubeck, o Fito con “Tu sonrisa inolvidable”.  La miré fijo para que ella pudiera verme jugando ese juego, pero cuando se dio cuenta, sólo puso cara de ternura.  Nunca me habían mirado así.  Hubiera esperado que me mirara con incomprensión al menos, o si los astros me ayudaban, con una sonrisa de “claro que escucho la misma música que vos y me gustaría que la escuchásemos juntos acostados sobre un somier”.  Pero no.  Me miró con ternura. 

Confundido, retiré mi mirada y me senté en el asiento que justo un muchacho me cedió, también con una sonrisa colmada de simpatía.  Desde el asiento busqué el cielo.  No es fácil buscar el cielo entre tantos edificios capitalinos.   Encontré un parche celeste y me quedé ahí.  Cada tanto interrumpido por ramas de árboles o nubes con formas de nubes.  Ya estaba a medio camino de la oficina cuando ocurrió algo inesperado.  El colectivo frenó de repente.  Se escuchó un ruido.  Chocó.  Los vidrios de adelante se rompieron y algunas personas gritaron fuerte. 


Cuando me levanté estaba recostado sobre la vereda, rodeado.  Abrí los ojos y lo primero que vi fue un chico con actitud de estudiante de medicina abanicándome con una revista:

- ¿Está bien, señor?- me preguntó.

- Sí, ¿qué pasó?-  repregunté consternado.

- Chocamos, y usted se desmayó.  Tiene solamente un golpe en la frente, no creo que sea nada, pero ahora viene la ambulancia a buscarlo.

- Pero estoy bien. Estoy perfecto. Debería irme porque estoy llegando tarde al trabajo- intenté calmar al grupo de personas que ya se había reunido alrededor mío al mismo tiempo que intentaba levantarme.

Negando con la cabeza y con una voz firme, el futuro médico respondió:
- No, señor. Usted se queda acá hasta que llegue la ambulancia.  ¿Tiene algún contacto para que podamos comunicarnos y así nadie se preocupa por usted?

Pensé en mi novia primero, pero recordé que había cortado hacía un mes, y no de la mejor manera.  Ella quería viajar y yo quería recibirme de una vez por todas.  Nos queríamos pero nuestros caminos parecían paralelos. 

- Les paso el número de mi mamá. Es 477805…

El chico levantó las cejas sorprendido y me obligó a dejar de dictar el número de mi madre.  Noté que todos los que escuchaban atentamente nuestra conversación hicieron el mismo gesto de sorpresa.  Yo cada vez entendía menos lo que sucedía. Enseguida dejó en el piso la revista que había usado para abanicarme y sin pensarlo mucho me acarició la frente con esos ojos de ternura que parecían perseguirme desde el comienzo del día.

- Lo mejor va a ser que se recueste y descanse.

Cerré los ojos y preferí no hacerme más preguntas. No era ese el momento.   Los pájaros cantaban desde la copa del árbol que me daba sombra.  Su canto me invitaba a no pensar en nada y a quedarme dormido muy de a poco, aunque no resultaba tan fácil con tanto movimiento alrededor.  Había voces bajitas a pocos metros y sirenas de ambulancia que se acercaban desde lejos.  Escuché la misma voz del chico que me había ayudado a mí:

- Pobre abuelito, está confundido. Esperemos que sea momentáneo. 

Claramente yo no había sido el único accidentado.  Había otros que esperaban la ambulancia con más urgencia.