Sentí una mano acariciándome el
pelo y abrí los ojos lentamente. El
ambiente olía a manzanilla. Me vi de
chico corriendo con las botitas de cierre y cuero entre los pastizales de las
sierras cordobesas. Aquellos años tienen
para mí aroma a manzanilla y libertad.
Cuando finalmente logré abrir los
ojos, lo primero que vi fue la delicada melena de Danubia: su pelo amarillo y largo
cayendo elegantemente hasta el suelo. Mi
cabeza estaba apoyada sobre su regazo y ella tarareaba una melodía que yo
conocía bien.
-Te despertaste...- sonrío sin
mostrar los dientes – levantate que tenemos cosas que hacer.
Comencé a reincorporarme
lentamente y ella ya se había parado y se dirigía hacia una puerta gigante de
piedra. El sonido del agua corriendo nunca
cesaba. Recordé que estaba en las
cloacas de Buenos Aires y no en un paraíso lejano. Como había hecho antes, Danubia comenzó a
andar cada vez más rápido. Le tomé la
mano para no perderla. Mientras
corríamos me distraía con las paredes y los cientos de grafitis que las
decoraban. No eran como los de la
superficie. No habían frases o dibujos; solamente figuras geométricas que se
entrelazaban formando unos patrones que parecían salirse de la pared. Círculos sobre círculos y pirámides. Tetraedros
y dodecaedros. Me sorprendió recordar
los nombres de esas figuras cuando la última vez que los había escuchado
nombrar había sido en la clase de matemática de la Srta. Elíades hacía ya más de doce años. Casi tropiezo con una figura que me
hipnotizó. Era un gran círculo formado
por muchos círculos superpuestos, cada uno pintado de un color distinto. Todos los colores del espectro estaban en esa
figura: era abrumador y a la vez cautivante.
Danubia debe haber sentido que solté su mano de repente, porque paró y
se quedó mirando como me acercaba a la pared a tocar estos pétalos pintados.
-Vamos- interrumpió - no tenemos
mucho tiempo- y volvió a tomarme la
mano para empezar a correr nuevamente.
A medida que corríamos, el sonido
del agua comenzó a crecer y las paredes se volvían más húmedas. Tuve un extraño presentimiento y le grité a
Danubia: “¿Adónde estamos yendo?”
No atinó siquiera a dar vuelta la
cabeza. Sabía que el destino estaba a
pocos pasos y que no había tiempo que perder. El sonido de la caída del
agua se hizo cada vez mayor, hasta que apenas podía escuchar mis pasos
golpeando el suelo de piedra. Giramos
repentinamente hacia la derecha, y allí estaba la catarata que originaba la
sinfonía del agua. Venía escalonadamente
desde lo alto y era gigante. A pesar de
que venía de la superficie, el agua era cristalina y parecía pura. Danubia se acercó y colocando sus manos en
forma de cuenco, hizo una especie de reverencia hacia el agua y tomó una
bocanada mientras cerraba los ojos.
Apenas vi su cara de regocijo, la imité para intentar sentir lo
mismo. Tomé apenas un sorbo y sentí que
era ésta la primera vez que realmente tomaba agua. Todas los vasos de agua de mi vida habían
sido en realidad una réplica, una reconstrucción sin esmero de este líquido
puro que me ofrecía todo lo que necesitaba.
Danubia ya había empezado a
treparse a un escalón por dónde caía el agua.
No le importaba mojarse – a mí tampoco entonces- . Volví a tomarle la mano y juntos pasamos a
través de la cortina de la catarata.
Algo extraño sucedía con la acústica porque apenas cruzamos una línea,
el silencio fue absoluto. Se podía ver
el agua detrás nuestro cayendo pero ya no se la podía escuchar.
Sentado en el suelo, con las
piernas cruzadas, el hombre que me había recibido cuando caí por el túnel me
miraba fijo. Su cabeza calva brillaba y
su barba tupida y cobriza parecía no tener fin.
Me detuve a mirar su camisa rayada
porque había algo que me llamaba la atención – solamente después noté la
ausencia de ojales- Era una camisa de
vestir de todos los días pero con la sutil distinción de que en ambos lados tenía
unos botones redondos y de metal y no había ojales donde colocarlos. Danubia
me acercó hasta el hombre y apoyando sus manos en mis hombros me forzó a
sentarme frente a él. Ella permaneció parada con su mano sobre mi
cabeza.
-¿Qué deseas?- me preguntó con
una voz profunda.
No pude sostener la mirada y la
dirigí hacia el suelo. Danubia se acercó
a mi oído desde arriba, y me susurró:
- Es el ojalador. Tenés que pensar un deseo profundo que tengas
y empezar tu frase diciendo “Ojalá…“
No sabía qué desear. En cada cumpleaños, estrella fugaz o pestaña
en el pulgar, me sucede lo mismo. Se me
aparecían cosas ridículas, demasiado específicas o demasiado abstractas, pero
ninguna me resultaba real. Eran todas
frases armadas que había escuchado decir alguna vez a otros.
-Lo estás pensando demasiado – me
dijo el ojalador- Tenés que sentirlo
simplemente. No hables vos, dejá que el deseo hable a través tuyo.
Respiré profundo y dejé que el silencio me habitara. Cerré los ojos. Aunque claramente no podía ver, sentí como el
ojalador sonreía. Sonreí yo también y
dejé que el deseo se expresara a través mío.
- Ojalá….ojalá que… los hombres y
las mujeres volvamos a reconocernos en el infinito.
El ojalador asintió con la cabeza
y puso la palma de su mano sobre mi frente.
- Si así lo deseas, así será-
dijo con seguridad y retiró la mano.
Danubia me levantó y yo quebré en
llanto. No entendía qué me estaba
sucediendo.