lunes, 11 de agosto de 2014

Historia 38: Conferencia extraordinaria

Los hechos que voy a contar en esta historia ocurrieron tal cual se los narraré.  En esta ciudad - como en todas las ciudades del mundo- hay una red de acontecimientos extraordinarios sucediendo simultáneamente mientras en las superficies los tacos de los caminantes suenan apurados contra el asfalto.    Esta historia hace referencia a tan solamente algunos de ellos dejando al lector la siempre libre alternativa de incluirlos en su sistema de creencias como verdaderos o dejarlos en la góndola de literatura fantástica para visitarlos únicamente cuando el ocio llama a la puerta.

Era martes y uno de esos días, como hoy, en los que el invierno ya coquetea con la despedida.  El sol tostaba lo justo y los transeúntes llevaban todo su abrigo bajo el brazo.  A media mañana yo volvía del dentista y mi molestia en las muelas no se había disipado con el tratamiento, puesto que el mundo que me rodeaba me resultaba un lugar hostil y desventurado.  Caminaba por la vereda de una de nuestras grandes avenidas para encontrarme con una fila de aproximadamente ochenta personas, todas disfrazadas, esperando para entrar a un hotel.  Me había cruzado en otra ocasión con convenciones de tatuadores, magos, y hasta de obreros cristianos, pero esta vez no lograba detectar con precisión de qué se trataba.  Algunos hombres tenían barbas largas y blancas pero estaban vestidos con jean y camisa, había mujeres con vestidos largos que arrastraban y ni se preocupaban por que los otros en la fila los pisotearan.  Había niños que no parecían estar acompañados de sus padres, simplemente se paraban a esperar, sin hablar.  Había hombres de estaturas sospechosamente bajas, que con maquillajes sorprendentes habían logrado narices respingadas y orejas puntiagudas.  Si me preguntan, diría que era una convención de brujas y elfos, pero a esta altura ni siquiera sé bien qué es lo que eso significa.

Seguí mi instinto y me sumé a la fila.  Así son mis días últimamente: inverosímiles e impredecibles.  Procuré no hablar con nadie para evitar sospechas.  Simplemente me paré y permanecí en silencio con una actitud indiferente, tratando de imitar a dos chicos en frente mío que lo hacían a la perfección.   Pasaron veinte minutos hasta que la fila empezó a avanzar.  Para mi sorpresa nadie me preguntó nada.   Avancé hasta llegar a un salón de convenciones, igual a todos los salones de convenciones del mundo.  No parecía haber nadie que liderara la conferencia.  No bien todos hubieron entrado al salón y encontrado un asiento, se apagaron las luces y en la oscuridad alguien tomó un micrófono y comenzó a recitar una especie de rezo que alternaba el español con un idioma que a mis oídos se emparentaba con el celta.  Me aburría bastante lo que estaba sucediendo, me aburría tanto que entre la luz apagada y la voz grave y profunda que salía de los amplificadores, comencé a entrar en un estado de somnolencia.   Tanto es así que cuando volvieron a encender las luces, por unos instantes no reconocí dónde estaba ni cuánto tiempo había transcurrido.

Ya con las luces tenues encendidas, una señora con el cabello largo y amarillo se paró entre la gente y pidió el micrófono.  De la nada comenzó a hablar de mitología y de historias fantásticas de seres en otros planetas.  Ahora sí ya estaba listo para irme y seguir con mi día.  Me paré sigilosamente para no interrumpir ni llamar la atención y justo cuando esgrimí el primer movimiento, lo mismo hicieron todos los presentes.  Ochenta personas se pararon de golpe, sin haber recibido ninguna indicación.  Temí hacer otro paso y que todos lo replicaran.  Hubiera sido de lo más extraño; por eso permanecí unos segundos parado para ver cómo seguía esta historia.  Nada parecía pasar. Todos parados y en silencio, mirando hacia el frente concentrados en un horizonte que yo no distinguía.  Impaciente, di un paso prudente hacia mi derecha para comenzar finalmente a retirarme.  Rocé mi zapato con la pierna del hombre parado a mi lado, y para disculparme le tomé levemente el brazo. El hombre, viejo él, con una barba larguísima y gris, en vez de darse vuelta para mirarme o devolverme el gesto, hizo algo que jamás hubiera esperado.

-¡GRRRRACIAS!- gritó con desenfreno al aire - ¡GRAAACIAS, PADRE SOL Y MADRE TIERRRRA! ¡TODO ARTURUS Y TODO PLEYADES, AGRADECIDOOOOOS!

Todo el salón giró la cabeza y miró al hombre y - como consecuencia- a mí que estaba pegado a él.  El hombre extendió sus brazos hacia arriba y abrió sus manos como si alguien estuviera lanzando alimento o billetes desde el cielo.  El salón entero empezó a cantar una serie de vocales sueltas.  La melodía era simple y cadenciosa.  Todos cantaban:  AH UH, AH UH, AH UH….HUE LEH, HUE LEH… Todos menos yo, que me quería ir porque ya el aburrimiento se había tornado en un leve temor.  

Uno de los chicos que había estado en frente mío en la fila se acercó y se paró a mi lado.  Sus ojos estaban clavados en mí y sonreía.   

-¿Qué pasa?- le susurré.

-Cantá- dijo con una voz aguda – cantá y vas a ver qué pasa.

Me sentí inhibido.  Además, no cantaba desde 7mo grado, cuando la Señorita Mónica, maestra de música, me dijo que mi mejor versión era cuando dejaba largos silencios de redondas.  El muchachito volvió a mirarme y ahora me tomó de la mano.

-Va a estar todo bien- dijo.


Algo en esas palabras hicieron que me relajara.  Apenas esbocé una vocal y en seguida me adherí al canto colectivo.  Con timidez mi canto se expandía de a poco y no pude evitar cerrar los ojos para sentir la unidad en la piel.  Cuando volví a abrirlos, el hombre que había estado a mi lado ya no estaba.  Lo busqué a mi alrededor y tampoco, hasta que miré hacia arriba.  Se había elevado unos tres metros.  Busqué las sogas, el arnés, pero no había nada de eso.  Era su cuerpo flotando en el aire.  De la sorpresa tuve que dejar de cantar, se me cortó el aire.  Ni bien paré, el hombre comenzó a descender y el chico volvió a tomarme de la mano para que volviera a cantar.   Retomé el canto, ahora más fuerte que antes, y el hombre volvió a ascender.  Algo se apoderó de mí, comencé a decir unas palabras que no venían de mí.  Yo las gritaba y el salón las repetía -me gustaría reproducirlas ahora pero intento recordarlas y aparece un blanco en mi mente-. Pronto comenzamos a levitar todos los presentes. Nos despegamos apenas unos centímetros por sobre el suelo.  Sentí una levedad que jamás había sentido.   Yo no era mi cuerpo sino el que se elevaba, el que cantaba.  Había algo minúsculo de mí que me mantenía en el salón, y algo inmenso e inconmensurable que me elevaba.  Miré a mi alrededor, a un lado el hombre de barba larga y gris, al otro, el muchacho que me había regalado su confianza.  El canto fue disminuyendo y de a poco todos comenzamos a descender. Sentí el peso volver hacia mí, y con él, el dolor de muelas y mi agenda del resto del día.  Las luces se encendieron del todo y las puertas del fondo se abrieron. Nadie dijo nada. Todos salimos marchando en silencio.  Busqué, sin éxito, al chico que me había hablado hacía unos minutos. Busqué al hombre de barba larga y gris pero tampoco lo encontré.  Fui devuelto a la vereda de la gran avenida, con los peatones golpeándome con el hombro para pasar.  Llevé mi mano a mi mandíbula como si eso ayudara.  Necesitaba urgente una farmacia que calmara mi dolor. 

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